Discurso pronunciado por Francis Mojica, microbiólogo y profesor de la Universidad de Alicante, tras ser investido como Doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid (UCM), el 29 de enero de 2021, en el Paraninfo histórico de la UCM en la calle San Bernardo de Madrid.
Sr. Rector Magnífico de la Universidad Complutense de Madrid, D. Joaquín Goyache Goñi, Sr. D. Jesús Pérez Gil, Decano de la Facultad de Ciencias Biológicas, estimado padrino,
Sra. Dña. María Teresa González Jaén, estimada madrina, Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades,
Miembros de la comunidad universitaria, Señoras y Señores,
El día 11 de junio de 2019, a las puertas de aquel verano en que todavía podíamos movernos con libertad, me encontraba en las magníficas instalaciones del Opificio Golinelli, en Bolonia, donde se celebraba una reunión anual organizada por la Sociedad Italiana de Biofísica y Biología Molecular. El tema de ese año era la inmunidad mediada por ácidos nucleicos, más concretamente, los mecanismos celulares que utilizan los animales vertebrados, que utilizamos los seres humanos, para reparar daños en el ADN, luchar contra la infección por virus, o atajar la progresión del cáncer. Los organizadores me habían invitado a impartir una conferencia titulada “CRISPR Immunization”, en la que les hablaría sobre un mecanismo de inmunidad, pero no precisamente el de vertebrados. Tras recoger la documentación del congreso y echarle un vistazo al programa, comprobé atónito que no era una ponencia más, se trataba de la Riccardo Cortese Lecture, lo cual conlleva cierta ceremonia, con la entrega de una placa acreditativa y, muy probablemente, el consiguiente discurso de agradecimiento. ¡Tenía que pensar en algo rápido!; improvisar no se me da muy bien que digamos, mucho menos en una lengua que no es la propia. Salgo de la sala de conferencias, localizo un rincón tranquilo, empiezo a escribir unas palabras y me suena el móvil con un aviso de mensaje WhatsApp. Era de un tal Jesús Pérez, quien se identificaba como Decano de la Facultad de Ciencias Biológicas de la Complutense. Quería hablar un momento conmigo y me preguntaba cuándo me podría llamar. ¡Aquello tenía pinta de ser urgente!
Marqué el número de teléfono y unos segundos más tarde el propio Jesús me comunicaba la intención de su Centro de proponer al Consejo de Gobierno mi nombramiento como doctor honoris causa. Era tan solo una posibilidad, pero demasiado excitante como para pensar en un discurso, que finalmente no preparé. Por fortuna, tampoco hizo falta; cuando llegó el momento, pude comprobar que el protocolo no lo contemplaba, o eso me pareció a mí.
El 24 de septiembre, tras finalizar aquel verano en que todavía podíamos prescindir de la mascarilla, mientras atendía una entrevista para un podcast que, por cierto, nunca se llegó a publicar por problemas con la grabación, recibí otro mensaje de WhatsApp de Jesús; breve, pero con mucha enjundia: “Buenos días, Francis. En el Consejo de Gobierno de la UCM acabamos de aprobar tu nombramiento como Doctor Honoris Causa por la Complutense. ¡¡Enhorabuena!!”.
Poco después, el Sr. Rector me confirmaba oficialmente la aprobación y me comunicaba la fecha prevista para el gran día del acto de investidura, el 12 de mayo de 2020. Pero se tuvo que posponer.
Lo que a finales de 2019 comenzó siendo un brote epidémico localizado a 10.000 km de aquí, había derivado a principios de 2020 en una pandemia, llevando a nuestro Gobierno a decretar el Estado de Alarma en todo el territorio nacional, con una severa restricción al movimiento de personas y la actividad económica. Poco importan las vicisitudes individuales ante situaciones de tal dimensión. Pero casi un centenar de días encerrado en casa da mucho tiempo para pensar, hasta en uno mismo. Según consta en el Reglamento de Ceremonias y Honores de la Universidad Complutense de Madrid, “la Universidad podrá distinguir con el título de Doctor Honoris Causa para reconocer la excelencia de personalidades nacionales o internacionales en los principales campos de la actividad humana, ya sean académicos, científicos o literarios, culturales o sociales, políticos o económicos”. Por exclusión, el reconocimiento en mi caso debe ser por motivos científicos, relacionados con mi contribución a la investigación en el campo de la microbiología; en concreto, por el descubrimiento de la existencia en procariotas, bacterias y arqueas, de un mecanismo, denominado CRISPR, que utilizan para defenderse frente a los virus que les atacan.
No deja de resultar paradójico que, precisamente un virus sea el responsable de esta terrible pesadilla que afecta a toda la humanidad y, pensando en mí mismo, que fuera la razón que obligaría a posponer la celebración de tan ansiada ceremonia.
En tres meses encerrado entre cuatro paredes, se puede uno permitir dar rienda suelta a la imaginación, plantearse cuestiones tan peregrinas como cuán sorprendente es que todos los seres vivos nos parezcamos tanto, o cuánto podemos aprender hasta de los no racionales, escuchando atentamente a quienes sin hablar nos cuentan historias apasionantes, observando a quienes, sin regirse por leyes impuestas, nos dan lecciones de comportamiento. El ADN, el lenguaje de la vida, escrito en un código genético universal basado en un alfabeto de cuatro letras, se nos muestra como un texto rudimentario, ACCGTGATGCA…, donde no existen espacios en blanco, pero sí opciones de formato, que en este caso se denominan modificaciones epigenéticas. Este texto, que constituye el genoma de los seres vivos, contiene una información tan valiosa que desde que se implementaron los primeros métodos para leerlo, los de secuenciación, hace exactamente cuarenta y cuatro años, intentamos descifrar su significado con no poco esfuerzo, pero con limitado éxito.
El escritor y periodista español Juan José Millás, escribía muy acertadamente a este respecto a principio de siglo: “El genoma (nuestro genoma) no es más que un alfabeto de 3.000 millones de letras… Muy pronto, en lugar de hacernos análisis de sangre, nos haremos análisis sintácticos para ver si este dolor se debe a un adverbio o a una subordinada”.
Así es en efecto, ni siquiera los gemelos univitelinos tienen al nacer exactamente las mismas letras en su genoma, debido a errores de copia de ese texto que ocurrieron durante el desarrollo embrionario. A lo largo de nuestra vida, se van acumulando de manera aleatoria más cambios, o mutaciones genéticas, algunos de los cuales pueden derivar en dolencias tan graves como un tumor maligno. Conocer qué mutaciones concretas son las responsables del tumor resultaría de gran utilidad para diagnosticar con precisión el mal. Todavía sería más útil ese conocimiento si fuéramos capaces de rectificar el error tipográfico; imagínense que pudiéramos revertirlo a la secuencia original con la precisión y facilidad con que lo hace un procesador de textos: editar genomas como se escribe un relato.
En 2021, ese día que auguraba Juanjo Millás está mucho más cerca; ahora podemos someter a nuestro genoma a un interrogatorio implacable, preguntarle cuáles son las instrucciones que alberga en cada una de sus estrofas y cuál es la misión concreta de cada una de las letras que lo componen, permitiéndonos conocer la causa genética de nuestras fortalezas y debilidades. Con la misma facilidad, podemos hacer lo propio en el genoma de cualquier ser vivo, identificando los determinantes genéticos del sabor de los alimentos, de la resistencia de cultivos a condiciones adversas, o de la susceptibilidad del ganado a infecciones microbianas. Ese interrogatorio lo podemos hacer hoy, gracias a las herramientas del mecanismo antiviral CRISPR.
¿Y si una vez identificada esa información, pudiéramos incorporarla en los genomas de otras plantas o animales, con la precisión con la que imaginábamos que éramos capaces de rectificar el error tipográfico responsable de una enfermedad? Esa edición genética se puede hacer hoy en día, utilizando los mismos utensilios CRISPR que permiten desvelar los secretos del genoma, razón por la cual, estas herramientas han sido merecedoras de numerosos reconocimientos, incluido el Premio Nobel de Química. No es para menos. Con las herramientas CRISPR se está generando, a una velocidad de vértigo, un conocimiento inconmensurable; el mismo tipo de generación de conocimiento que permitió explotar el enorme potencial de estos instrumentos moleculares, tras dilucidar el significado biológico de unas regiones enigmáticas en el ADN de unos microrganismos arcanos, hace casi dos décadas. Pero claro está, el interrogatorio se tuvo que hacer sin la ayuda de CRISPR, porque las regiones misteriosas que había descubierto once años antes, en el verano de 1992, son las que más tarde bautizaría con ese acrónimo, en referencia a agrupaciones de repeticiones pequeñas, parcialmente simétricas, que aparecen distribuidas de forma regular en el genoma de los procariotas. La prosa habitual del ADN incluía fragmentos de pura poesía, cuyos versos lucían una rima perfecta, hermosa a los ojos de un aficionado a la biología molecular:
GGGCCC ATC AGC GGGCCC TAT ACT GGGCCC AAC TGT GGGCCC…
Descifrar el significado de aquel poema, singular por su reiteración, palindromía y periodicidad, me supuso una década de frustraciones, escuchando atentamente a quien, sin hablar, susurraba una narración que, sin alcanzar a comprender, se las prometía apasionante. En el tórrido verano alicantino de 2003, me sentí muy cerca de como probablemente se sintió el historiador francés Jean-François Champollion, cuando descifró los jeroglíficos egipcios, gracias al estudio de la piedra de Rosetta. Nosotros no disponíamos de una piedra que explicara el significado del jeroglífico CRISPR, pero sí empezábamos a contar con una creciente biblioteca virtual que recopilaba el texto escrito en el ADN de un buen número de bacterias, arqueas y sus virus. Entre estos manuales encontramos la clave: dentro de las regiones CRISPR, alternando con la rima que se repetía una y otra vez, había un relato histórico de afrentas sufridas por los ancestros de la célula, ejercidas mayormente por virus. Dentro de cada catálogo CRISPR, los registros estaban ordenados cronológicamente, como si de un álbum de recuerdos se tratara, o de un directorio de agraviadores, contra los que la prole del ofendido clama vendetta, generación tras generación, tras consultar la anotación grabada en su ADN. Gracias a esta memoria, con la asistencia de los brazos ejecutores asociados a las CRISPR, las proteínas Cas, los descendientes de los invasores de antaño son reconocidos y destruidos si vuelven a atacar. Cuando el ataque es llevado a cabo por variantes indocumentadas de un invasor, el poema CRISPR se enriquece con versos que recogen los nuevos rasgos. Mediante este mecanismo, los procariotas se vacunan, protegiendo al individuo y, con ello, a la comunidad, alcanzando la inmunidad de rebaño en unas pocas generaciones.
Este mecanismo de defensa no nos es conceptualmente ajeno a los humanos. Siendo instrumentalmente distinto, recuerda a nuestro propio sistema de inmunidad adquirida, pues comparte los mismos objetivos y principios básicos: luchar contra agentes patógenos a los que reconocerá y eliminará, tras la generación de una memoria inmunitaria. Pero el de los procariotas lo supera en sencillez y persistencia: la inmunidad CRISPR, adquirida por un individuo tras la incorporación en su propio genoma de pequeños fragmentos del ADN invasor, se perpetua en su descendencia, cosa que no podemos hacer nosotros.
También a diferencia de los humanos, las bacterias no son capaces de tomar decisiones; la selección natural, en su máxima expresión, las toma por ellas. Unos individuos siguen, sin pensarlo, un camino, otros siguen otro. Los que tomaron el correcto sobrevivirán, los que se equivocaron de itinerario se perderán y finalmente sucumbirán; así de simple. La comunidad se enriquece con los mejor adaptados y conserva a quienes cuidan del resto aun en detrimento de sí mismos. El altruismo de las bacterias, en el que el mecanismo CRISPR está también implicado, es realmente encomiable, aun cuando no siempre sea un ejemplo para tener en cuenta. No lo es la autodestrucción de aquellos individuos que han sido infectados por un virus, evitando que se reproduzca el agente infeccioso y disminuyendo por tanto la tasa de contagio. Sí es un buen ejemplo la vacunación voluntaria y la autorrestricción de movilidad cuando la bacteria se siente infectada, evitando reunirse con otras bacterias. Las bacterias no toman la decisión de acatar un decreto que les obliga a limitar sus relaciones sociales, no tienen la capacidad de hacerlo. Unas se autoconfinan, otras no; las primeras serán preservadas; las segundas serán responsables de la extinción de sus congéneres.
¡Cuánto hemos aprendido gracias a la observación, cuánto nos queda por aprender, cuánto nos beneficiaremos si trabajamos la base del conocimiento!
Asumido está que no toda contribución científica culminará con un avance constatable, pero alguna lo hará, con mayor incidencia cuanto mayor sea la actividad investigadora. El Dr. Alonso Rodríguez Navarro, Profesor Emérito de la Universidad Politécnica de Madrid y de la Complutense, lo expone de forma gráfica en un documento donde analiza el informe de la Estrategia Española de Ciencia, Tecnología e Innovación 2021- 2027: “…los avances científicos no aparecen de la nada. Son hechos de muy baja frecuencia que aparecen entre muchos otros trabajos. Es como un montón de arena; en ese cono de arena, si no hay base no hay vértice… es una mala idea coger una pala y quitar por abajo del montón, porque al quitar de abajo también se quita de arriba.”
¡Brillante! ¡No se pude decir más claro!
El desarrollo del campo de investigación CRISPR nos puede servir como ejemplo ilustrativo. Las maravillosas herramientas CRISPR, tal y como aparecen referidas en el subtítulo del libro “Editando genes: recorta, pega y colorea”, suponen uno de los mayores avances de la biología. Así lo plasma de forma proverbial su autor, mi colega Lluís Montoliu, a quien aprovecho para agradecer su apoyo desinteresado desde que se cruzaron nuestros caminos; Lluís es una de esas personas espléndidas que valoran el tiempo ajeno más que el propio, de las que se preocupan más por el bienestar de los demás que por el suyo, uno de esos amigos nobles que todos querrían tener.
Poder editar el ADN como se corrige un texto, es ciertamente una maravilla, que permite mejorar la productividad, resistencia y calidad de cultivos, prevenir infecciones en plantas y animales, incrementar la probabilidad de éxito de trasplantes de órganos, identificar nuevas dianas terapéuticas para el desarrollo de fármacos, establecer la etiología de enfermedades con un componente genético y, muy probablemente en un futuro cercano, curar, o al menos paliar, estas y otras dolencias que afectan a los seres humanos, como ya se ha logrado en animales de experimentación. La tecnología CRISPR también incluye métodos de diagnóstico rápidos y extraordinariamente baratos para la detección de virus o células cancerígenas, y estrategias antimicrobianas que matan de manera selectiva a bacterias patógenas. Por si fuera poco, la capacidad de los procariotas de incorporar material genético en sus regiones CRISPR, se ha aprovechado para convertir bacterias en reporteros que nos informan sobre eventos que acontecen en su entorno, que bien puede ser nuestro organismo, o para almacenar datos tan ajenos al ADN como los píxeles de una imagen.
¡Pura fantasía!, emplazada en el vértice de uno de los montones de arena que emergen de una playa, cuyos límites no podemos abarcar con la mirada. El vértice de la tecnología CRISPR se sostiene sobre partículas de arena que formaron parte de otros vértices en el pasado, con descubrimientos como el de la existencia de las regiones CRISPR y las proteínas Cas, el de la actividad de estos elementos CRISPR-Cas como sistema inmune, el de sus funciones alternativas, el de su mecanismo de acción, o el de su extraordinaria diversidad.
No nos podemos permitir que una tormenta socave la arena. La playa tiene que estar protegida, creando una dársena, un pacto de estado por la ciencia, que resguarde todo lo que forma parte de ella, incluidos los vértices, pero sin desatender la base, contemplando a todos los que manejan las palas, desde los más experimentados a los que están empezando.
Me consta que son muchos en esta universidad los que comparten esta visión, pero claro, sois tantos que de todo debe haber, incluso quien opine que se puede conseguir formar el vértice de un cono sin una base. Lo que es seguro es que, si los hay, serán una despreciable minoría, entre quienes no se encuentran los muchos profesores y alumnos que, en estos últimos años, me han solicitado impartir conferencias, o participar en todo tipo de eventos organizados desde la UCM. Lamentablemente, solo he podido aceptar unas pocas de estas invitaciones. A la primera accedí tras el segundo intento, fruto de la insistencia del Dr. Eduardo Martínez Naves, para dar una conferencia extraordinaria en los Cursos de Verano de la Universidad Complutense en El Escorial, en 2017. En contadas ocasiones me he arrepentido de aceptar una invitación; esta les puedo asegurar que no fue una de ellas. No tan solo porque me permitió constatar la impecable organización de los cursos. Además, tuve la ocasión de disfrutar de la compañía de personas extraordinarias, cosa que valoro muy especialmente. Pocas veces me he encontrado tan a gusto. Desde los agradables paseos con Eduardo por las calles de San Lorenzo del Escorial, hasta la apasionante tertulia durante la comida tras la conferencia, sin olvidar aquella cena distendida con un grupo de científicos procedentes de todos los rincones de España, al aire libre en un patio del Santuario de Nuestra Señora de Gracia.
¡Vaya lujo!, compartiendo los manjares que cada uno había traído de su tierra y que me ofrecían incesantemente: “tienes que catar esto” “¿has probado este vino?” “¿conoces este queso?”. ¡Qué felicidad!
La segunda vez que me pude permitir compartir un rato con muchos de vosotros fue al año siguiente, cuando impartí la Conferencia Inaugural del Congreso de Investigación para Estudiantes Pregraduados en Ciencias de la Salud y el Congreso de Ciencias Veterinarias y Biomédicas, en el Anfiteatro Ramón y Cajal de la Facultad de Medicina de la UCM, invitado por la Facultad de Ciencias Biológicas.
Nunca había tenido ante mí una audiencia tan numerosa. ¡Fue impresionante!, no se oía un alma durante mi presentación. Recuerdo que la titulé “Razones para investigar: el ejemplo CRISPR”.
Razones para embarcarse en esto de la investigación hay muchas, unas mas rotundas que otras: la propia satisfacción al resolver cuestiones que uno considera relevantes, la convicción de que hasta el resultado aparentemente más insignificante contribuye al progreso, y muchas más. Lo que a priori uno no se plantea cuando decide que la investigación forme parte de su vida, es que te pueda llegar a emocionar tantísimo. Ahora entiendo perfectamente a aquellos científicos que se envanecen cuando asimilan la repercusión de sus descubrimientos. Es muy difícil evitarlo. Para que se hagan una idea, les voy a leer unas frases extraídas de entre los muchos mensajes recibidos en mi cuenta de correo, enviadas por un profesor, un representante de los estudiantes de grado y un estudiante de posgrado, todos de la UCM:
“tan sólo me queda darte las gracias por tus aportaciones a la ciencia y a la divulgación de la misma, y por tu sencillez y humanidad. Has conseguido el reconocimiento y admiración de toda la comunidad científica, por unanimidad. Eres profeta en tu tierra ¡y estando vivo!”
“Nosotros los estudiantes te admiramos muchísimo”
“Tuve la oportunidad de conocer mejor su trabajo en la entrega de premios de la Fundación Lilly y quedé fascinada; no puedo admirar más su dedicación, esfuerzo y entrega a una profesión tan bonita. Escucharle fue verdaderamente inspirador”.
A la Universidad Complutense le debo mucho. Me consta que, tanto a nivel personal como institucional, desde la UCM han presentado y apoyado mi candidatura a todo tipo de premios y galardones. Este nombramiento es sin duda el que tiene un mayor significado para mí de entre todos ellos, por el reconocimiento implícito en el hecho de que hayan decidido acogerme en su Claustro de Doctores. ¡Mil gracias a la Facultad de Ciencias Biológicas por la propuesta y al Consejo de Gobierno por aprobar mi nombramiento!
Aquí tengo grandes colegas y amigos. No puedo nombrarlos a todos, pero ellos lo saben bien. Gracias por tantas muestras de afecto.
Gracias a mis directores de tesis, la Dra. Guadalupe Juez Pérez y el Dr. Francisco Rodríguez Valera, quienes en el verano de 1989 me aceptaron en su laboratorio, señalaron el camino a seguir y, sin pretenderlo, transmitieron su pasión por la investigación más genuina.
Gracias a mis padres por demostrarme con su ejemplo que con el trabajo se suple cualquier limitación.
Gracias a mi amada esposa Geli, a quien conocí, como no podía ser de otra forma, un verano de hace ya muchos años, uno de esos veranos que me cambiaron la vida.
Muchísimas gracias a todos.
NOTA: Este discurso se ha publicado en este blog con el permiso expreso de su autor: Francis Mojica
Me alegro mucho, gran científico. Gran persona. Ojalá cunda su ejemplo y deje estela. Todo empezó en las salinas de Santa Pola…
Vi un trocito del acto de investidura de Francis Mojica con mis alumnos de instituto, para mostrarles este tipo de actos, que era eso de Doctor honoris causa, que no conocían, los birretes…, por cierto me preguntaron por los colores de las togas. Ahora está transcripción del del discurso de Francis me viene fenomenal para leer y comentar muchos aspectos de la ciencia. El discurso es espléndido y emocionante y como bien dice Francis, tú, Lluís dedicas tu tiempo a compartir con los demás, así que muchísimas gracias por este Post.
Me alegro que la lectura de estos discursos cumpla su objetivo, de motivación e inspiración.
Muchísimas gracias, enhorabuena, felicidades.