Su padre fue un zapatero que no sabía leer ni escribir y él acabó ganando el Premio Nobel
No hay demasiados científicos que merezcan ser incluidos en la categoría de genios. Muy pocos son los verdaderos gigantes de la ciencia a hombros de los cuales hemos aprendido el resto de investigadores a amar esta profesión, con la pasión, el escepticismo, la curiosidad y la perseverancia requeridas. Sydney Brenner es, sin lugar a dudas, uno de ellos. Y nos acaba de dejar a la edad de 92 años. Merece la pena recordar brevemente algunos capítulos de su vida, intensa, única y singular en muchos aspectos.
Brenner escribió una autobiografía, Mi vida en la ciencia, en 2001, de lectura muy recomendable para cualquier joven que inicie su carrera investigadora. Junto a Los tónicos de la voluntad: reglas y consejos sobre investigación científica, de nuestro insigne Premio Nobel Santiago Ramón y Cajal, creo que son los dos libros que no deberían faltar en la mesilla de noche de cualquier doctorando.
Brenner era hijo de padre lituano y madre letona, judíos emigrantes que se instalaron en Sudáfrica, donde nació. Su padre, un zapatero que nunca supo leer ni escribir, usaba con fluidez diversas lenguas (inglés, ruso, yiddish, afrikáans y zulú) que transmitió a su hijo Sydney, un estudiante brillante y precoz que accedió a estudios superiores de medicina, fisiología, física, química, botánica y zoología a la temprana edad de 15 años.
Al completar los estudios tan precozmente descubrió el mundo de la investigación, gracias a sus estudios sobre células, que le llevaron a la citogenética, y de ahí a la genética y a la biología molecular, campos en los que triunfaría años después en los sucesivos laboratorios en los que trabajó en la Universidad de Oxford, en el mítico Laboratorio de Biología Molecular en Cambridge (Reino Unido), en la Universidad de California en Berkeley y en el Instituto Salk en San Diego (EEUU). En sus años en el Reino Unido coincidió con James Watson y Francis Crick, siendo uno de los primeros que pudo contemplar la estructura del ADN que aquellos acababan de proponer.
Son muchas las aportaciones, hallazgos y descubrimientos que nos legó Brenner a lo largo de su larga y fecunda vida profesional. Resaltaré solamente dos, de gran relevancia. A él le debemos el descubrimiento nada menos que del ARN mensajero, el intermediario entre la información genética que se almacena en el ADN, en el núcleo de nuestras células, y la fábrica de proteínas, que reside fuera del núcleo. El ARN mensajero es el encargado de transportar fidedignamente dicha información genética de los genes hasta su conversión en proteínas, que son las que realizan finalmente todas las funciones que necesitamos para vivir.
También a él le debemos haber propuesto el uso de un nuevo modelo animal, mucho más simple (en apariencia) que los roedores, peces o anfibios habitualmente usados en biología. Brenner descubrió para la ciencia el gusano Caenorhabditis elegans, de apenas un milímetro y un millar de células, pero con prácticamente el mismo número de genes y las mismas funciones vitales esenciales que tenemos cualquiera de nosotros. Con ese pequeño gusano, un verdadero regalo para la biología del desarrollo y la genética, se pudo dilucidar, por vez primera, todos los procesos que ocurren en un organismo para convertir un embrión de una sola célula en un gusano adulto, describiendo por ejemplo todas las conexiones de sus neuronas. Algo impensable para otros animales más complejos, y una fuente enorme de conocimiento para la biología y la biomedicina, que ha permitido investigar procesos tan complejos como el envejecimiento, el cáncer, las alteraciones en el metabolismo y muchas enfermedades que nos afectan también a nosotros.
Por todas estas contribuciones científicas Brenner fue galardonado con el Premio Nobel de Medicina en 2002, junto a John Sulston y Robert Horovitz, por sus descubrimientos en la regulación genética del desarrollo de los órganos y por describir el proceso de muerte celular programada, esencial en el desarrollo de cualquier organismo.
Brenner, iconoclasta, mordaz, irónico, incisivo, impactante, sorprendente y siempre brillante visitó España en numerosas ocasiones. Sus conferencias eran esperadas por la profundidad y claridad de sus mensajes, no necesariamente políticamente correctos. Probablemente una de las últimas veces que nos visitó fue con motivo de los 50 años de la Sociedad Española de Bioquímica y Biología Molecular, en 2013. En relación a los estudios de genomas de personas sanas recuerdo que era capaz de decir: “El genoma interesante de verdad es el del tío Harry, que fumó dos paquetes de tabaco durante toda su vida y vivió más de 90 años”. Son muchas las frases que le identifican. Mi favorita es: “El progreso en ciencia depende de nuevas técnicas, nuevos descubrimientos y nuevas ideas, probablemente en este orden”. Como testigo en primera línea de la revolución tecnológica que nos han traído las herramientas de edición genética CRISPR, no puedo estar más de acuerdo con Brenner.
Escribo este obituario mientras sobrevuelo Rusia, camino de Japón. En Barajas he coincidido con César Nombela, expresidente del CSIC y exrector de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Comentando el fallecimiento de Brenner me ha recordado el último párrafo de un artículo de opinión que escribió para la revista Science en 2003, con motivo de los 50 años del descubrimiento de la doble hélice del ADN. En esa tribuna, Sydney Brenner comentaba que los dos valores éticos que debían caracterizar a un investigador en ciencias de la vida eran: decir la verdad y defender a toda la humanidad. Me atrevería a decir que somos una inmensa mayoría de científicos quienes los subscribimos.
Este artículo lo publiqué inicialmente en El País el 5 de abril de 2019.