En diciembre de 2015, la revista científica Science decidió destacar las herramientas CRISPR de edición genética como el descubrimiento más importante del año. Casi cinco años después (o apenas cinco años después, según como lo miremos) la Academia de Ciencias sueca premió con el Nobel de Química a dos investigadoras, la francesa Emmanuelle Charpentier y la estadounidense Jennifer Doudna, por «el desarrollo de un método de edición genética». Sin mencionar las CRISPR en la motivación todo el mundo entendió que se estaba en realidad premiando a estas herramientas de edición genética cuyo acrónimo de nombre tan sonoro se inventó en… Alicante.
Las CRISPR (repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente espaciadas) surgieron de la imaginación, curiosidad y perseverancia de un microbiólogo de la Universidad de Alicante: Francisco Juan Martínez Mojica. Francis Mojica se topó con ellas investigando el genoma de las arqueas que habitan las salinas de Santa Pola (Alicante). Las describió, por vez primera, en 1993, les puso nombre en 2001 y dedujo para qué servían en 2003, probablemente uno de los últimos momentos eureka más exitosos (y menos reconocidos) de la ciencia española. El nombre CRISPR apareció por vez primera en el registro bibliográfico en 2002 y la explicación de su función no pudo publicarla Mojica hasta 2005, tras sortear diversos rechazos de revistas que no estaban dispuestas a aceptar que un ilicitano les explicara que las bacterias tenían un sistema inmunitario de defensa, adaptativo y de base genética, que empleaban para zafarse de los bacteriófagos (virus) que les atacaban.
Francis se cruzó en mi vida a finales de 2014, cuando ya nos creíamos ingenuamente expertos en el uso de estas herramientas y descubrí, con su ayuda, que lo ignorábamos casi todo de los veinte años anteriores de investigación básica, callada y alejada de los focos, que él había liderado sobre CRISPR. A principios de 2015 empecé a hablar en todos los foros del papel de Mojica en los orígenes de las CRISPR y recuerdo muchas caras de asombro y perplejidad, y hasta de desconfianza, de colegas que o bien desconocían la figura de Francis o se negaban a aceptar que él pudiera haber tenido algo que ver en las rutilantes herramientas CRISPR que, ya por aquel entonces, habían proporcionado a Charpentier y Doudna premios y reconocimiento internacional. No debería pues extrañarnos que el Premio Príncipe de Asturias de 2015 también escogiera esta pareja de brillantes investigadoras para festejar su propuesta pionera de convertir aquel sistema de defensa propuesto desde Alicante en una sofisticada y eficaz herramienta para editar cualquier gen de cualquier organismo.
Francis Mojica se quedó fuera del premio en 2015. En parte, la fundación BBVA enmendó esta incómoda situación al premiar al año siguiente, con mayor justicia, a la terna Charpentier, Doudna y Mojica con el Premio Fronteras del Conocimiento en Biología y Biomedicina. El año 2016 había empezado con una inesperada defensa del origen alicantino de los sistemas CRISPR que llegó desde el otro lado del océano Atlántico. En enero de 2016, el director del Instituto BROAD de Boston, Eric Lander, había publicado un artículo en la revista científica Cell que situó a Francis Mojica y a Alicante en el origen de las CRISPR.
El papel pionero de Charpentier y Doudna proponiendo convertir un sistema de defensa bacteriano en una herramienta de edición de genomas es indiscutible. Esta atrevida idea cambió para siempre la biología y nuestra interacción experimental con los genomas de animales, plantas y microorganismos. Tras coincidir en marzo de 2011 en un congreso en Puerto Rico, estas dos biólogas decidieron colaborar para entender mejor el mecanismo subyacente a estos sistemas CRISPR. El resultado fue un artículo seminal en Science, publicado en junio de 2012, que resultó disruptivo y transformador para toda la biología. Simplificando los componentes del sistema CRISPR a una nucleasa y una guía sintética de ARN que dirigía la proteína a cortar un lugar preciso del genoma, descubrieron la piedra filosofal de la edición genética. Una herramienta sencilla, versátil y poderosa que permitía alterar a voluntad cualquier gen. Una tijera programable que las llevó en volandas hasta Estocolmo.
Sin embargo, todo camino empieza con un primer paso, y luego un segundo paso, hasta conformar un trayecto que, una vez andado, resulta fácil de contemplar con solo girarnos. Pero la ruta, nítidamente delimitada por caminantes anteriores, no estuvo allí siempre. Hubo quien tuvo que desbrozar la maleza y localizar un posible sendero, decidir si era oportuno adentrarse en aquella u otra dirección y mantenerse firme en el propósito.
Parafraseando a un genetista clásico, nada de lo que descubrieron Charpentier y Doudna puede entenderse sino es a la luz de los hallazgos de Mojica, diez años antes. Francis puso a un numeroso grupo de microbiólogos a caminar en la dirección correcta con sus observaciones de ciencia básica, al descubrir que los sistemas CRISPR habían evolucionado durante miles de millones de años en procariotas hasta especializarse en un sistema muy eficiente de defensa frente a virus invasores. La sorprendente paradoja es que Francis nunca imaginó que su propuesta de sistema inmunitario bacteriano tuviera aplicaciones fuera de las mismas bacterias, y menos aun que pudiera convertirse en una herramienta de edición genética. Pero esa es la belleza de la investigación no finalista, la que únicamente persigue satisfacer la curiosidad del experimentador y entender un poco mejor el mundo que nos rodea. La que ilumina la mente de otros investigadores que, años después, interpretan las mismas observaciones desde otro ángulo y generan nuevo conocimiento.
Son muchos los investigadores que, como Mojica, precedieron a Charpentier y Doudna, y muchos más los que aparecieron después, en una explosión creativa que ha llegado a acumular miles de publicaciones en apenas ocho años. En Estocolmo bien podrían haber replicado a la Fundación BBVA y haber premiado a Francis Mojica por mostrar el camino a Charpentier y Doudna. Pero no fue así. El Nobel pasó de largo, y el resto ya es historia.
Este artículo lo escribí para la revista Mètode y se publicó originalmente en español, catalán e inglés el 15 de octubre de 2020.
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