Las terapias génicas basadas en CRISPR para curar enfermedades todavía tardarán en llegar. Quizás no sea este el titular que quisiéramos leer, pero es el mensaje que hay que repetir para no generar falsas expectativas sobre esta potente herramienta de corta-pega genético.
Las herramientas CRISPR derivan de un sistema inmunitario que usan las bacterias para defenderse de los virus, descrito en 2005 por Francisco J. Martínez Mojica, microbiólogo de la Universidad de Alicante. Hace apenas cinco años, otros investigadores, basándose en los hallazgos pioneros de Mojica, convirtieron aquel sistema de defensa bacteriano en una herramienta eficaz para la edición genética, válida para cambiar a voluntad la secuencia de ADN de cualquier gen, de cualquier genoma, de cualquier especie.
Esta revolución tecnológica ha impactado de forma muy importante en los laboratorios de investigación biomédica. Ahora podemos hacer experimentos genéticos que hasta hace poco no podíamos ni soñar.
Podemos reproducir en modelos celulares y animales las mutaciones en genes que diagnosticamos en nuestros pacientes, como los ratones avatar. Podemos revertir estas mutaciones administrando a esos modelos animales virus o nanopartículas cargadas con las herramientas de edición y las secuencias de ADN molde con la secuencia correcta del gen a corregir.
Si esto es así, ¿por qué no podemos beneficiarnos, todavía, de todas estas ventajas en la clínica? ¿Por qué no es prudente ni éticamente aceptable usar las herramientas CRISPR para tratar a pacientes, todavía?
Las herramientas CRISPR están formadas por una proteína que corta el ADN, una nucleasa (habitualmente Cas9) y por una pequeña molécula de ARN que actúa de guía para la nucleasa, emparejándose con el gen favorito que se desea editar. Las CRISPR lo que saben hacer, y lo hacen muy bien, es cortar el ADN en puntos concretos con gran precisión. Pero estas roturas en el genoma deben ser reparadas de inmediato si la célula quiere sobrevivir.
Hay por lo menos dos sistemas de reparación en todas nuestras células. El que está activo en todas ellas, un sistema de emergencia que intenta buscar o generar secuencias complementarias mediante la adición y deleción de nucleótidos, y que frecuentemente concluye con la inactivación del gen afectado. Y, por otro lado, un segundo sistema de reparación dirigido por homología, activo en células en división, que emplea secuencias de ADN molde circundantes al sitio de corte para poder sellar la cicatriz y, de paso, alterar la secuencia del gen cortado a voluntad.
Toda la precisión y eficacia de las herramientas CRISPR, producto de los miles de millones de años de evolución en bacterias, no la poseen, sin embargo, las herramientas de reparación del ADN. Ni tienen la precisión requerida ni tienen memoria. Cada vez que se enfrentan a la tarea de reparar una molécula de ADN cortada lo hacen de una forma distinta. Algunas veces borrando o añadiendo uno o hasta miles de nucleótidos, otras veces sustituyendo algunos nucleótidos por otros, duplicándolos, invirtiéndolos, etc.
Seguridad y eficacia
Tras cualquier experimento de edición genética con CRISPR se obtienen multitud de secuencias de ADN distintas. Esta diversidad genética es relativamente sencilla de gestionar en animales o plantas. Tras secuenciar el genoma de todos los individuos obtenidos, se escoge aquel que porta la secuencia correcta en la que estamos interesados y se descarta el resto. En ratones esto puede corresponder a un 5% del total (1 de cada 20 ratones). Seleccionamos el que nos interesa y eliminamos los 19 restantes.
¿Pero cómo gestionamos este porcentaje en pacientes? ¿Cómo exponemos a un paciente a un tratamiento que puede revertir su mutación en un 5% de las ocasiones, generando, en el 95% restante, otras mutaciones que pueden ser incluso más graves que la queríamos corregir? No es prudente ni justificable éticamente exponer a los pacientes a riesgos que todavía no somos capaces de controlar. Especialmente para terapias in vivo, en la persona.
De momento las pocas terapias CRISPR aplicadas han sido ex vivo, con células extraídas del paciente, editadas en el laboratorio, seleccionadas y retornadas al mismo paciente. Pero esta estrategia solo es válida para unas pocas enfermedades, como las de la sangre.
Cualquier tratamiento destinado a pacientes debe superar las pruebas de seguridad y de eficacia. En primer lugar, la terapia debe ser segura. No debe ser tóxica, no debe generar más daño que el que pretende aliviar. Y, en segundo lugar, si ya es segura, debe poder aportar algún beneficio terapéutico, esto es, debe ser eficaz contra la enfermedad que deseamos tratar.
Reacciones alérgicas
Para completar el problema con las CRISPR, el pasado mes de enero el investigador Matthew Porteus (Stanford, California) alertó a la comunidad científica de que muchas personas ya teníamos anticuerpos y linfocitos contra las Cas9 de las dos bacterias (Streptococcus pyogenes y Staphylococcus aureus) comúnmente usadas para obtener estas nucleasas. Estas bacterias suelen causar infecciones en humanos y por ello nuestro sistema inmunitario las conoce (a ellas y a todos sus componentes, como las nucleasas Cas9). Por eso, si hubiéramos intentado usarlas en personas, habríamos provocado una reacción alérgica, un choque anafilácticocontraproducente en el paciente.
¿Qué se puede hacer? O bien administrar fármacos inmunosupresores, como los que se dan a las personas con órganos trasplantados de por vida; o bien regresar al laboratorio y aislar otras nucleasas de otras bacterias que no tengan relación ni infecten a las personas. Es decir, volver a la investigación básica antes de pensar en aplicarla.
Hoy en día se están desarrollando múltiples variantes de la técnica CRISPR, a cual más innovadora e imaginativa. Algunas de ellas son extremadamente prometedoras, como los editores de bases, una evolución de las herramientas CRISPR capaz de cambiar nucleótidos concretos del genoma sin necesidad de cortarlo. Pero todas ellas conllevan todavía riesgos inaceptables, tanto en seguridad como en eficacia, para saltar al hospital.
Son métodos sofisticados que nos permiten abordar experimentos en el laboratorio como nunca antes habíamos podido hacerlo, pero que todavía no pueden trasladarse a la clínica. Necesitan de mucho más trabajo, mucha más investigación en el laboratorio.
Para quien se pregunte cuándo estarán disponibles las terapias basadas en CRISPR, la respuesta corta es que no lo sabemos. Tan pronto como confirmemos que son seguras y eficaces.
Para una respuesta larga es bueno recordar lo sucedido con un descubrimiento que suscitó unas expectativas terapéuticas similares: la interferencia del ARN como sistema de control de la expresión de los genes. Fue descubierta por Andrew Fire y Craig Mello en 1998, y recibieron el Premio Nobel en 2006 por ello. Se fundaron muchas empresas para desarrollar terapias basadas en ARN de interferencia. Solo una de ellas resistió y, tras 16 años de investigación y desarrollo, y 2.000 millones de dólares invertidos, ha recibido en agosto de 2018 la aprobación del primer fármaco basado en esta tecnología, veinte años después de ser descubierta.
Este artículo lo publiqué inicialmente en la Agencia SINC el 17 de noviembre de 2018.