La comunicación de la edición genética. CRISPR, entre el optimismo y las falsas expectativas

Por Lluis Montoliu, el 19 junio, 2018. Categoría(s): divulgación científica • edición genética • ética • genética • historia de la ciencia ✎ 1
Las herramientas de edición genética CRISPR nos permiten modificar el genoma de cualquier organismo vivo. / Pixabay

La comunicación es esencial en todos los ámbitos de la sociedad, pero en ciencia es una de las claves ineludibles. Comunicar es compartir, mostrar, enseñar, trasladar los descubrimientos, observaciones y hallazgos tanto a colegas como a la sociedad en general. Por eso una buena comunicación debe siempre acompañar a la buena ciencia. Las herramientas de edición genética CRISPR nos permiten modificar el genoma de cualquier organismo vivo, incluida nuestra especie, a voluntad. En este artículo reviso diferentes aspectos comunicativos relevantes que han ocurrido durante la corta pero intensa vida de estas tijeras moleculares, así llamadas por su capacidad de cortar la molécula de ADN de forma efectiva y muy precisa.

Los orígenes

Leyendo la explosión de textos que han aparecido en los últimos cuatro o cinco años sobre las herramientas de edición genética CRISPR (siglas en inglés de clustered regularly interspaced short palindromic repeats, “repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente espaciadas”) cabría pensar que antes de 2012 estas no existían, que aparecieron de repente, como por casualidad. Sin embargo, nada es casual en ciencia.

Tenemos un problema importante de comunicación en la historia inicial de las herramientas de edición genética si la reducimos a los últimos cinco años. Podemos buscar diferentes orígenes pero la edición genética —esto es, la modificación precisa y específica de secuencias genéticas a voluntad del investigador— empieza en 1985 con Oliver Smithies, el teórico de la recombinación homóloga, el estudioso de cómo lograr que una secuencia de ADN se intercambie con otra esencialmente idéntica, arrastrando cualquier otra que estuviera pegada a la inicial. Smithies vio que cortando la secuencia de ADN que se pretendía integrar en el gen homólogo correspondiente (en la secuencia del genoma que compartía las mismas letras que la molécula donante) se conseguía aumentar de forma muy significativa la posibilidad de inserción correcta (Smithies, Gregg, Boggs, Koralewski y Kucherlapati, 1985). Smithies fue uno de los tres investigadores galardonados con el Premio Nobel de Medicina en 2007 por describir el método que permite inactivar de forma específica los genes de ratón usando las células troncales pluripotentes embrionarias, las erróneamente llamadas (en español, catalán y gallego) células «madre», término que ha triunfado en comunicación y que hasta los científicos españoles usan con regularidad, cuando en realidad, la traducción más literal del inglés stem (“tallo”) cells sería “células troncales”.

Años más tarde investigadores franceses del Instituto Pasteur trasladaron la observación de Smithies al propio genoma y descubrieron unas enzimas, las llamadas meganucleasas, que podían cortar el genoma en un lugar preciso, de forma única. Tras estas vendrían a partir de 2001 las nucleasas de dedos de zinc (zinc-finger nucleases, ZFN por sus siglas en inglés), que saltaron a los medios de comunicación a partir de 2009, cuando se usaron para dirigir la inactivación específica de genes de rata, por primera vez. Dos años más tarde se redescubrirían otras enzimas, esta vez existentes en la naturaleza, denominadas nucleasas efectoras de tipo activador de transcripción o TALEN (por las siglas en inglés de transcription activator-like effector nucleases), que usan unos microorganismos patógenos de plantas para conseguir revertir el metabolismo de las células que infectan en su beneficio. Las TALEN tuvieron su momento de gloria hasta 2013, cuando se usaron por primera vez las herramientas CRISPR en experimentos de edición genética en células de mamífero, en concreto en células humanas (Fernández, Josa y Montoliu, 2017). Y hasta hoy. Así pues, algo habremos contado mal si asumimos que la edición genética empezó con las CRISPR.

La comunicación de avances en ciencia básica suele interesar relativamente a poca gente. En general, solamente a aquellos que trabajan específicamente en el campo en el cual se producen los hallazgos. Resulta increíble pensar cómo avances tan relevantes en edición genética pasaron prácticamente desapercibidos para el gran público durante casi treinta años.

CRISPR

¿Y qué sucede con las CRISPR? Las conocimos en 2013, a través de sus aplicaciones espectaculares, inesperadas, que sorprendieron y asustaron por igual, pero también llevaban más de veinticinco años con nosotros. ¿Por qué falló la comunicación? ¿Por qué no les dedicamos el espacio e interés que merecían desde mucho antes? De nuevo es un caso de conocimiento básico especializado, de descubrimientos que no logramos leer desde otro ángulo, hasta que nos muestran una utilidad sorprendente que nos cambia la vida.

En 1987 unos microbiólogos japoneses descubren una secuencia de ADN repetitiva investigando un fragmento del cromosoma de la bacteria Escherichia coli, que habita nuestros intestinos. Reportan esta rareza en su publicación pero no le dan mayor significado. Otros microbiólogos holandeses también encuentran secuencias de ADN en bloques repetitivos en otra bacteria, Mycobacterium, que causa la tuberculosis y que evolutivamente está muy alejada de la anterior, y deciden usar estas repeticiones en el genoma para clasificar diferentes aislados de la bacteria (que tenían distinto número de repeticiones).

A principios de los años noventa, Francisco Juan Martínez Mojica (Francis Mojica) realiza los experimentos conducentes a su tesis doctoral con unos microorganismos llamados arqueas que viven en ambientes extremos, como las salinas de Santa Pola (Alicante). Las arqueas son procariotas (microorganismos unicelulares que no tienen núcleo) como las bacterias, pero son muy distintas entre sí. Mojica encuentra en una arquea unas repeticiones similares a las reportadas por sus colegas japoneses y holandeses en Escherichia y Mycobacterium. Y piensa que si tres organismos tan alejados evolutivamente entre sí comparten unas mismas secuencias repetitivas, seguramente son relevantes, cumplen alguna función para que la evolución las haya preservado en microorganismos tan dispares. Y decide dedicar el resto de su vida profesional a entenderlas. Esa decisión es la que pone las CRISPR (nombre que acuña Mojica en 2001 para estas repeticiones de secuencias) en la senda de convertirse en las herramientas más transformadoras de la biología. Mientras tanto, el gran público y el resto de investigadores no relacionados con las CRISPR ignoran que se está gestando una revolución que explotará doce años después.

En 2003, Mojica tiene su gran momento eureka. Revisando los segmentos de secuencia de ADN únicos que hay entre las repeticiones (llamados hasta entonces «espaciadores») encuentra similitudes con la secuencia del genoma de unos bacteriófagos, unos virus que infectan las bacterias. Y, lo que es todavía más relevante, se da cuenta de que aquellas bacterias que portan fragmentos del genoma de determinados virus son curiosamente resistentes (¡inmunes!) a la infección por los propios virus. En otras palabras: acaba de descubrir un sistema inmunológico en las bacterias, que es adaptativo, que aprende y que es de base genética, es decir, que se transmite de bacterias madres a hijas. Confirma esta observación en otras bacterias y escribe un artículo que manda sucesivamente a las mejores revistas científicas. Estas, sin embargo, rechazan publicar sus observaciones. Nuevamente, un grave problema de comunicación y un enorme fallo del sistema de publicaciones. De revista en revista, de rechazo en rechazo, transcurren tres años hasta que en 2005 acaba publicando sus datos en una revista digna pero menor, fuera de las grandes portadas, alejada de los focos (Mojica, Díez-Villaseñor, García-Martínez y Soria, 2005). El ejercicio de comunicar sus increíbles resultados le cuesta casi la vida profesional a Mojica y cuando logra publicarlos son, de nuevo, ampliamente ignorados por la comunidad científica y por la sociedad. Es un artículo más en otra revista de muchas.

Dos años más tarde, en 2007, unos investigadores franceses realizaron el experimento que no pudo hacer él: transfiriendo los segmentos de secuencias similares a los genomas de virus entre diferentes bacterias lograron transmitir también la resistencia a los mismos, y verificaron experimentalmente la observación inicial de Mojica. Esta publicación, sin embargo, todavía no sería suficiente para desatar la caja de los truenos de la edición genética.

En 2012 ya se había acumulado mucho conocimiento sobre los sistemas CRISPR. Hacía más de veinte años que Mojica los había descubierto en arqueas y diversos colegas suyos se habían encargado de ir describiendo los elementos constituyentes de este sistema de defensa bacteriano. Dos equipos de investigación propusieron que el mismo sistema CRISPR que servía a las bacterias para defenderse de los virus podría servir para modificar, a voluntad, la secuencia de ADN de cualquier organismo, de plantas y animales, incluso en humanos. Probablemente quien primero se dio cuenta de esta nueva aplicación de los elementos que constituyen el sistema CRISPR fue un investigador lituano, Virginijus Siksnys, que recogió sus observaciones y las envió a una revista que acabaría demorando la publicación de las mismas (Gasiunas, Barrangou, Horvath y Siksnys, 2012). Entre tanto, la circunstancial colaboración entre dos investigadoras, Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier, que hasta entonces habían trabajado independientemente, y que no volverían a trabajar juntas, unidas por el investigador postdoctoral que codirigían, permite que lleguen a la misma conclusión que el científico de Vilna. Pero, a diferencia de él, utilizan su posición privilegiada y consiguen que su artículo, enviado a publicar con posterioridad al de Siksnys, acabe siendo publicado en otra revista, de gran prestigio, en un tiempo récord, un par de meses antes que el trabajo de Siksnys (Jinek et al., 2012). Esta estrategia de comunicación lleva al Olimpo a las dos investigadoras y condena al ostracismo al microbiólogo lituano, de quien pocos se acuerdan desde entonces. De nuevo un problema importante de comunicación.

Naturalmente la institución donde trabajan las dos investigadoras en aquel momento decide proteger los derechos industriales de utilización de las herramientas CRISPR de edición genética antes de publicar sus observaciones, enteramente realizadas en el laboratorio y en bacterias. Así, la Universidad de Berkeley registró una solicitud de patente. Sin embargo, su artículo en Science de agosto de 2012 no demuestra que estas herramientas CRISPR puedan usarse para editar genes en células de mamífero, en células humanas. Solamente lo propone.

Unos meses después, entra en escena Feng Zhang, un investigador del Instituto Broad, del MIT (Massachusetts Institute of Technology) en Boston, que es quien demuestra, en enero de 2013, por primera vez que, efectivamente, las herramientas CRISPR de las bacterias pueden servir como editores genéticos en células humanas (Cong et al., 2013). Su trabajo coincide con el de otro investigador, George Church, también de Boston, con quien publica sus hallazgos en el mismo número de la revista Science (Mali et al., 2013). El Instituto Broad, naturalmente, también protege los hallazgos de su investigador, cursando la correspondiente solicitud de patente, a finales de 2012, meses después de la que habían presentado las investigadoras Doudna y Charpentier. En aquel momento se produce un hecho insólito, que marcará de forma irreversible la historia posterior de las CRISPR. Broad opta por usar un sistema de evaluación de patentes rápido, para el que tiene que pagar un buen dinero y sin embargo más arriesgado, sin posibilidad de enmienda. Coincide este hecho con un cambio substancial en la Oficina de Patentes norteamericana, que deja de otorgar las patentes a quien «primero registra una idea» sino a quien «primero demuestra su utilización». Doudna y Charpentier registraron su patente antes que la de Zhang, pero sin embargo fue este último quien demostró por primera vez que las herramientas CRISPR funcionaban para la edición genética.

La Oficina de Patentes concedió en 2014 la patente al Instituto Broad. La Universidad de Berkeley presentó una demanda por invasión de patente, dado que consideraban que Zhang les había copiado la idea o, al menos, se había basado en sus experimentos para poder demostrar el uso de CRISPR en células humanas. Zhang y el Broad se defendieron indicando que ellos seguían una vía paralela que casi coincidió en el tiempo con la de Doudna y Charpentier. Finalmente, a principios de 2017, un tribunal en EE UU rechazó la demanda de invasión de Berkeley y confirmó que el propietario de la patente era el instituto Broad. Este litigio se vio complicado con la aparición de una revisión sobre el tema, escrita por Eric Lander, director del Broad, quien abiertamente tomó partido por Feng Zhang, investigador de su centro, y desdibujó el papel jugado por Doudna y Charpentier (Lander, 2016). El artículo fue contestado por las investigadoras en otros medios (Vence, 2016).

De nuevo la comunicación de los resultados, la forma y el tiempo en que se comunican, el papel de quién cuenta la historia y los canales de comunicación que se utilizan tienen consecuencias relevantes para todo el proceso.

La comunicación de CRISPR

En el año 2013 no solamente se demuestra la eficacia de las CRISPR por primera vez para editar células humanas o de ratón, sino que se usan de forma pionera para producir ratones y peces cebra mutantes. Todos estos descubrimientos y aplicaciones recogen muchos hallazgos, de ciencia básica, realizados desde los años ochenta por microbiólogos, bioquímicos y biólogos moleculares. Fueron ellos quienes, con sus trabajos anteriores, permitieron que la nueva tecnología se diseminara a lo largo y ancho de todo el mundo (Mojica y Montoliu, 2016).

Las herramientas CRISPR se han usado desde 2013 en prácticamente todos los campos, desde la biología a la biotecnología, pasando por la biomedicina. Precisamente en este campo, a principios de 2016 se publicaron tres artículos independientes, pero relacionados, que proponían una novedosa vía de administración de las herramientas CRISPR en animales de laboratorio, en ratones modelo de una enfermedad degenerativa grave, como es la distrofia muscular de Duchenne (Nelson et al., 2016). En esos trabajos se comunicó, por primera vez, que era posible restaurar el gen mutado causante de una enfermedad congénita en un número significativo de células del órgano afectado, las fibras musculares en este caso, abriendo la posibilidad de usar CRISPR como herramientas de terapia génica somática, para corregir la mutación en las células afectadas. Sin duda la comunicación de estos trabajos ha generado unas enormes expectativas entre los millones de pacientes afectados, en todo el mundo, por alguna enfermedad de base genética. Sin embargo, el salto de los experimentos preclínicos, con animales de laboratorio, a clínicos, con pacientes, debe darse con suma cautela. Todavía no controlamos bien el proceso de corrección de los genes mutados. La precisión de las herramientas CRISPR no se reproduce en los sistemas de reparación celulares que se encargan de restaurar el corte en el ADN. Estos sistemas de reparación son propensos a generar mucha variabilidad genética, muchos tipos diferentes de moléculas de ADN, entre los cuales suele estar la secuencia correcta deseada, pero que no aparece de forma única. Esta incertidumbre, esta indeterminación genética en la corrección de las mutaciones en genes específicos, se puede constatar perfectamente en cualquier experimento de edición genética realizado en animales, en ratones (Seruggia, Fernández, Cantero, Pelczar y Montoliu, 2015) y también en embriones humanos (Liang et al., 2015).

Experimentos muy recientes parecen sugerir que el mosaicismo (coexistencia en un mismo individuo de dos o más poblaciones de células con distinta composición genética) podría controlarse en embriones humanos, aunque el trabajo pionero donde se describió la corrección genética de la mutación en un gen asociado a una cardiomiopatía congénita (Ma et al., 2017) ha sido ya contestado por diversos laboratorios que han sugerido explicaciones alternativas, menos optimistas, para explicar esa aparente eliminación de la incertidumbre genética. Es posible que el propio sistema de corrección genética haya inhabilitado la posibilidad de analizar las mutaciones de la forma en la que los investigadores inicialmente lo plantearon, haciéndoles creer que la mutación estaba corregida en el gen, cuando en realidad eran incapaces de detectar el gen mutado (Egli et al., 2017). De nuevo, un tema de comunicación de unas posibles ventajas y soluciones a un problema genético puede que deba revisarse a la luz de nuevos resultados y nuevas interpretaciones de resultados anteriores.

Por otro lado, existe la posibilidad de que las herramientas CRISPR corten el ADN en secuencias parecidas, no idénticas, a las inicialmente planeadas. Esta posibilidad ha ido reduciéndose a medida que se iban diseñando guías más específicas con programas bioinformáticos más poderosos. De hecho, estos cortes en otros lugares del genoma son muy raros o inexistentes en experimentos en animales (Seruggia et al., 2015). Por eso sorprendió tanto la publicación de unos investigadores norteamericanos, aparecida a mediados de 2017, en la que se relataba la existencia de miles de mutaciones inesperadas en ratones tras un experimento de edición genética con CRISPR (Schaefer et al., 2017). La difusión de este artículo desató una gran polémica a nivel internacional, pues desactivaba todas las esperanzas terapéuticas puestas en manos de las CRISPR. ¿Quién iba a querer usar una estrategia terapéutica asociada a la aparición de miles de mutaciones de forma inesperada, descontrolada?

Este nuevo problema de comunicación llegó a afectar el valor de las acciones de las empresas que cotizan en bolsa y se dedican a la edición genética, que se desplomaron ante tales resultados tan negativos. Solo que no eran ciertos. Pasaron pocos días hasta que empezaron a acumularse las evidencias y explicaciones alternativas que demostraban que los autores habían usado el genoma de ratones distintos a los inicialmente usados en el experimento de edición genética para analizar las secuencias de ADN (Iyer et al., 2018). Y, al ser distintos, todos los cambios que se ponían de manifiesto y que se atribuyeron en la publicación a problemas de especificidad derivados del uso de las herramientas CRISPR tenían una explicación mucho más sencilla: se había usado información genética errónea, de otro tipo de ratones muy parecido, pero no idéntico, al usado en el experimento inicial. En este caso, las herramientas de comunicación social, las redes sociales, los blogs, fueron esenciales para rápidamente contrarrestar y proponer una explicación alternativa a los aparentes resultados negativos reportados por el artículo. Así, en pocas semanas se había pasado del susto inicial al rubor y cierto ridículo de los investigadores implicados, cuyo error de principiantes al comparar dos cepas de ratón distintas pudo haber destronado totalmente a las herramientas CRISPR del lugar privilegiado que ocupaban, y siguen ocupando, en el tratamiento de enfermedades de base genética, para la terapia génica.

También las redes sociales y la llamada ciencia abierta (open science), a través de artículos publicados en blogs, fueron esenciales para descubrir la falsedad de unos resultados que publicó en mayo de 2016 un equipo investigador chino, que anunció haber descubierto unas nuevas herramientas de edición genética aparentemente mucho mejores que las CRISPR. Pero la nueva herramienta, denominada NgAgo, solo parecía funcionar en el laboratorio que la describió. En apenas dos meses aparecieron las primeras críticas en diversos blogs y poco tiempo después todos los investigadores del mundo estaban comprobando que los resultados publicados no eran reproducibles (Khin, Lowe, Jensen y Burgio, 2017). Finalmente, en agosto de 2017, ante el clamor general suscitado, la revista retiró la publicación.

China no solamente ha estado salpicada por fraudes como el caso NgAgo. Desde ese país han llegado también los experimentos pioneros realizados con CRISPR sobre embriones humanos (Liang et al., 2015), explorando los límites de la técnica con objeto de corregir determinadas mutaciones y constatando, como ya había ocurrido en el resto de especies testadas, la incertidumbre de los resultados y fenómenos como el mosaicismo genético y la posibilidad de alterar otras secuencias del genoma, similares a la diana. Y también desde China hemos conocido, inicialmente a través de notas de prensa, con resultados en parte publicados, su liderazgo mundial en la carrera por utilizar las herramientas CRISPR para tratar pacientes, modificando genéticamente linfocitos extraídos de la sangre de enfermos de cáncer (Su et al., 2016). Sin embargo, el primer paciente tratado in vivo, directamente, con herramientas de edición genética, aunque fueran ZFN en este caso, no CRISPR, ha sido un norteamericano en California, dentro de un ensayo clínico aprobado en EE UU que conocimos en noviembre de 2017.

En este artículo he relatado cómo los temas de comunicación han impactado de forma muy relevante en el desarrollo, conocimiento y aplicación de las nuevas herramientas de edición genética CRISPR. Igualmente, los aspectos comunicativos más polémicos. En especial la comunicación de aquellos resultados negativos aparentemente desalentadores, que han aparecido en diversas ocasiones en la corta historia de la edición genética. Pero igualmente esto ha propiciado una miríada de respuestas inmediatas por parte de otros investigadores, quienes, usando todos los canales de comunicación a su alcance, han logrado revertir el pesimismo o las falsas buenas expectativas de unos resultados hasta colocarlos en su justa medida, para la adecuada comprensión del resto de investigadores y de la sociedad en general.

Bibliografía

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Este artículo lo publiqué inicialmente en la revista Mètode el 19 de junio de 2018. © Mètode 2018 – 97. #Biotec – Primavera 2018

 



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